¿Por qué todos engañamos?
- deibialejandro
- 1 may 2013
- 3 Min. de lectura

Desde un punto de vista evolucionista es fácil entender el por qué a la estrategia del engaño que se encuentra tan extendida en la naturaleza. Engañar(cuando no se es descubierto) puede resultar sumamente rentable a efectos de supervivencia y reproducción. Los individuos cuya carga genética les facilita engañar con éxito consiguen dejar más descendientes que sus rivales, por lo que la habilidad se hace progresivamente más frecuente. A su vez, esto hace que se revaloricen las estrategias que permiten no ser engañado, por lo que con el paso del tiempo también se acaban seleccionando los individuos que mejor detectan los indicios de un posible engaño. Estas dos tendencias dan lugar a un fenómeno llamado coevolución, una especie de "carrera armamentística" entre habilidades de engaño y habilidades de detección. En esta guerra, lo queramos o no, participamos también todas las personas, siendo como somos rehenes de nuestra herencia biológica.
El disponer de un lenguaje complejo, un sistema simbólico capaz de diseminar a voluntad versiones construidas de la realidad, dispara exponencialmente las oportunidades de engañar con éxito. Pero si además poseemos una teoría de la mente, es decir, la capacidad de entender que el otro tiene una mente que no es la mía, y por lo tanto dispone de una información que no tiene por qué coincidir con la que yo tengo, tendremos a nuestro alcance los dos ingredientes fundamentales para la mentira. Desde el punto de vista de la evolución biológica la mentira sería algo así como la versión destilada del engaño, una herramienta de máxima precisión forjada en el seno de millones de años de competición biológica.
Pero, ¿es la mentira una estrategia tan potente como para asegurarnos la victoria? Como señala Robert Trivers en su recomendable libro "La insensatez de los necios", la mentira puede emplearse de forma consciente y eficaz para sacar provecho del trato con los demás, pero acarrea una serie de inconvenientes:
1. Produce nerviosismo: la estrategia puede fallar, y por tanto tememos ser descubiertos. Esto da pie a carraspeos, titubeos, jugueteos con las manos, y otras señales de inquietud.
2. Pone en marcha mecanismos de control: a fin de evitar ser descubiertos nos entrampamos en la siguiente paradoja: intentamos parecer espontáneos y naturales. Con el objetivo de ocultar indicios de nerviosismo tendemos a controlar el tono de voz, el ritmo, los movimientos corporales... El resultado, obviamente, es lo opuesto de la espontaneidad, una suerte de rigidez en las formas que puede ser identificada por el ojo entrenado.
3. Supone una carga cognitiva: además tener que manejar la tensa situación que hemos esbozado, quien miente debe ser capaz de recordar lo que sabe y quiere ocultar, pero también la nueva versión que quiere ofrecer, así como las posibles ramificaciones de la historia, que se irá complicando mientras dure la mentira. Para cualquiera que lo haya intentado será fácil reconocer que crear requiere más trabajo que recordar o evocar.
Estos tres puntos dan pie al conocido dicho según el cual "se pilla antes a un mentiroso que a un cojo". Solemos pensar que, tarde o temprano, la persona que mienta habrá de sucumbir a alguna de estas dificultades, poniéndose en evidencia.
Sin duda este es el talón de Aquiles de la mentira, esa incómoda discrepancia que a veces se ha llamado disonancia cognitiva: "lo que transmito no es exactamente lo que yo sé". El simple hecho de ser consciente de esto crea malestar y amenaza el éxito de la estrategia. Mucha gente afirma, de hecho, que no se le da nada bien mentir. Pero, ¿qué ocurriría si fuéramos capaces de ignorar esa discrepancia? La mentira fluiría sin trabas y conseguiríamos llenar de ideas equívocas la cabeza de quien nos crea. Pues bien, parece que esto es precisamente lo que ocurre cuando la mentira se acompaña de autoengaño.
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